4 de agosto de 2014

Cronistas de paja

Adèle Exarchopoulos (Adèle) y Léa Seydoux (Emma)
Diría mi tío Celio: «¿En qué momento fue que nos volvimos tan pelotudos?». La pregunta retórica del pariente suele referirse a decisiones políticas poco felices del gobierno o de algunos de sus actores, a esas resoluciones del Ejecutivo, por ejemplo, que tanto pecan de ingenuas como de desconocedoras de la realidad, con una total falta de autocrítica a la hora de reconocer nuestra impericia para el contralor de las normas más elementales. Hoy, tras escuchar los comentarios de un comunicador radial a propósito de la película La vida de Adèle, sentí ganas de gritar, parafraseando al tío: «¡¿En qué momento fue que nos volvimos tan pajeros?!». Y cuando digo 'pajero' me refiero a su acepción más fiel a su étimo (paja, masturbación), no a su significado de 'tonto' o 'choto'. (Aclaro que soy un acérrimo defensor del autoerotismo... siempre que no se trate de un acto compulsivo.)
     Pocas veces escuché una catarata tan grande de prejuicios («Es una película complicada para ver en pareja; tampoco es para ir a verla entre hombres, en barra. [...] Sí puede ir un hombre solo, por ejemplo, o una mujer también sola») e ignorancia («El beso negro es lo que suele denominarse cunnilingus [sic]»), una pseudocrítica barata («Podríamos catalogarla de porno soft») que, encima, refuerza el estereotipo del espectador uruguayo lelo, lerdo, incapaz de desarrollar por sí mismo una opinión crítica de lo que ve. Mientras el eximio crítico vomitaba todo ese sinsentido, me lo imaginé ojeando él a través de la puerta de un cine porno, tratando de ver una teta, un pito, sonriendo y festejando babeado el haber podido pescar con los ojos alguna nalga.
     Del tiempo que en el programa se habló de la película, el noventa por ciento giró en torno al par de escenas lésbicas que allí se podían ver. Entre risitas nerviosas y comentarios tontos, solo entendibles entre adolescentes que todavía no saben gobernar su testosterona, el diálogo de nuestro experto con el resto de sus compañeros de radio pasaba por si esas escenas serían demasiado fuertes, si habría habido necesidad de explicitar el sexo tanto así, si a la obra se la podría catalogar de pornografía o no... Apenas si se dijo, casi como al pasar, que la historia estaba muy bien contada, poco y nada para una película ganadora de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes y nominada a un Globo de Oro.
     Sé que el sexo vende —no me chupo el dedo—, pero ¿hay necesidad de enfocarse tan solo en los quince minutos de sexo de una película que dura casi tres horas? ¿O será acaso una muestra más de lo pacatos, de lo mojigatos y repletos de tabúes que estamos los uruguayos —en particular respecto al sexo—, a pesar de que nos creamos taaaan superados?

8 de octubre de 2013

«¿Quién da más?»

Voy a hacer un remate muy particular: voy a rematar un recuerdo. Mejor, voy a rematar la posibilidad de revivir una experiencia, y de ahí que, lamentablemente, no todos puedan participar de la subasta. Está clarísimo: solo podrán ofertar quienes alguna vez tuvieron la posibilidad —iba a decir «la suerte», pero tengo que ser objetivo si pretendo ser un rematador serio— de vivir esta exper... este lote que a continuación les paso a detallar:

Objeto n.° 1: la previa

Compuesto por:
  • Media docena de galletitas de avena y chocolate —tres ofrecidas en forma oficial por la abuela, otras tres afanadas por vos de la lata que ya todos sabemos dónde está—, una de las cuales ha de estar necesariamente pasada de horno (no valía agarrarlas todas perfectitas, ¿te acordás?).
  • Un mate amargo en porongo bastante chicuelón para la cantidad de comensales habitual, con un posamate de alambre que, a falta de mesa donde apoyar, seguro terminará volando por el aire; viene con un irónico «Mirá que es una bombilla, no un micrófono» del tío Eduardo, que te lo va a decir de reojo no bien empieces a hablar con el mate en la mano, y un intimidador «Tragás primero y después tomás», del abuelo Ernesto, si es que llega tu turno y todavía no embuchaste.
  • Tres o cuatro rebanadas finas de una telera que sobró de ayer, untadas en una especie de pasta o salsa espesa a base de palta (*) —no sé por qué te lo explico tanto si vos ya sabés de qué estoy hablando—, condimentada con sal, mayonesa y Savora. ¡Ah, y la Savora del frasquito cuadrado de vidrio, ¿eh?, nada de sachet!

Objeto n.° 2: el plato principal

Se compone de:

  • Sopa de habas, servida en plato esmaltado con bordes cachados.
  • Nefles con tuco y queso rallado. (Por allá preguntan qué son los nefles: después te contamos.)
  • Ensalada de lechuga, con vinagre y muuuucha azúcar (nada de sal ni de aceite, que esas pavadas son para los montevideanos flojones). (**)
  • Para tomar, jugo de limón.
  • De postre, compota de peras o membrillos, a elección, en vasito flaco de plástico transparente, de culo chico y muy volcador, todito rayado en la mitad inferior por querer cortar los pedazos de fruta con el canto de la cucharita.

Objeto n.° 3: el té

Infusión de marcela, cedrón, celedonia y té negro en rama, básicamente. Si el tiempo acompaña, bébase a la sombra del pino, con un sudeste amainado que viene trepando suavetón desde el fondo de la quinta; si querés, te podés sentar en aquella reposera plegable a modo de silla de director, de dudosa estabilidad y con una tela viejita con unas ganas bárbaras de rajarse en cualquier momento... como para darle sobre el final algo de adrenalina al almuerzo dominguero en casa del abuelo, ¿vio?

Monto base del remate

El remate es sin base, así que arranco yo: un año de mi vida.

___________

(*) ¿Sabías que la palabra 'aguacate', como se conoce a la palta en México, por ejemplo, proviene de un vocablo que en su idioma original es un eufemismo de 'testículo'?

(**) Posta que, hasta que me casé, pensaba que todo el mundo comía la lechuga con vinagre y azúcar, y que los montevideanos eran los únicos raritos que le metían aceite y sal.

18 de mayo de 2013

Periodistas bárbaros

Volviendo a Gasalla, ¿se acuerdan cómo terminaba su sketch ‘Bárbara, don't worry’? En un intento por querer dejar enganchada a su audiencia, Bárbara, ese estereotipo de rubia hueca a la que el jovato productor de TV que tenía de amante le había conseguido un programita de cable, se despedía así: «En nuestro próximo programa, “La sartén de teflón y la Iglesia Católica”».
    Demás está decir que, a la semana siguiente, el tema nada tenía que ver ni con el teflón ni con la Iglesia; mucho menos, los relacionaba. Pero a su término, volvía a finalizar su reportaje de poca monta con la promesa de tratar la semana entrante otro tema candente: «El hongo causante de la caspa... y la Iglesia Católica».
     La recurrente mención de la institución eclesiástica en la prometida temática de sus programas no era casual. Obviamente, el personaje del cómico argentino era una burla a todos esos periodistas que, a falta de material del que valga la pena hablar, pretenden convertir lo trivial en espectacular, un tema de café en debate académico. Y qué mejor que hacerlo a través de esos tópicos tan polémicos como la iglesia o la política.
     ¿A qué viene esto? Hoy escuché en ‘Las cosas en su sitio’ un informe de Juan Miguel Carzolio titulado «La masonería y la justicia», a propósito de la presencia de masones en la Suprema Corte y de cómo su condición podría influenciar en la toma de decisiones en los magistrados. Este supuesto informe pretendía, a través de un título por demás atrayente, mostrar el influjo de los masones en el medio, y de cómo el pertenecer a la Hermandad podía tener sus privilegios. Pero al final, como no podía ser de otra forma, el «informe» no fue sino un cúmulo de suposiciones, de obviedades, de suspicacias... sobre un tema del que mucho se habla y poco se sabe. Una gran bola de humo, bah.
     Y me acordé del personaje de Gasalla: la Iglesia Católica es a Bárbara lo que masonería —y tantos otros temas controvertidos— es a muchos periodistas.
     ¡Basta de periodistas «bárbaros»!

8 de mayo de 2013

Media vuelta y a dormir...

¡Advertencia! Mujer: cualquier coincidencia entre esta imagen
y lo que alguna vez pudo haberte pasado, pura casualidad.

... o «De por qué, después del orgasmo masculino, al hombre le interesa mucho más su almohada que la mujer que tiene al lado, que no es por egoísmo ni desamor, sino pura biología»; este título me pareció demasiado largo y tal vez un poco hiriente de la susceptibilidad femenina, aunque reivindicativo de mi género: lo descarté.
    Pero la verdad ha sido revelada, y a continuación les ofrezco un pasaje del diálogo entre el Creador y su ayudante, mientras trataban de definir el reloj reproductivo de una nueva especie.
    —... o sea que cada veintiocho días, más o menos, los ejemplares deben entrar en celo.
    —Si, Barba, pero para que se apareen, deben estar en celo ambos. ¿Cómo vamos a lograr tal sincronía?
    —Hagamos que solo uno de los dos tenga su celo cada cuatro semanas, mientras que el otro estará siempre dispuesto a la cópula, como ya hicimos con otras especies. Que este último sea el macho, nuevamente.
    —Bien. Supongamos que la hembra entra en celo. El macho, siempre listo, la fecunda. Durante los días en que la hembra ande con la libido a tope, tendrá sucesivas cópulas con el macho que primero la aborde, siempre el mismo ejemplar masculino...
    —Sí. ¿Qué tiene de malo?
    —Nada, jefe. Solo estaba pensando en el caso en que, por algún motivo particular, el macho fuera estéril, ya sea temporal o permanentemente. La fecundación no se produciría y perderían una chance de reproducirse, lo que nos obligaría a acortar el período de celo, o bien aumentar la cantidad de crías por camada.
    —Vos siempre buscándole el pelo al huevo, m’hijo. Pero supongo que tenés razón. ¿Se te ocurre algo?
    —Sí: que la hembra se aparee con más de un macho en un mismo celo. El tema es que el primer macho que la agarre no va a querer soltarla. Estuve pensando en que la hembra podría comerse al macho en el mismísimo acto sexual, pero esta práctica deberíamos reservarla para algún invertebrado bien pequeño, por lo violento, digo, como esa tal mantis religiosa que inventaste el otro día.
    —Coincido. Además, estos seres que estamos creando tienen huesos muy grandes: pretender que la hembra se devore al macho tras el apareamiento no sería viable. Además, eso supondría que nazcan más hembras que machos, y ya habíamos quedado en que machos y hembras de esta nueva especie iban a nacer más o menos en igual número. No me hagas revisar todo aquello de nuevo, por favor...
    —No, ni hablar, jefe. ¿Y si lográramos que de alguna manera el macho, tras la expulsión de su esperma, pierda automáticamente el interés por seguir copulando, al menos transitoriamente...?
    —Seguí.
    —... El macho que acaba de fecundarla se retiraría, dándole a la hembra la posibilidad de volver a aparearse con otro macho.
    —Mmmmh... Sí, me gusta, pero suena un poco triste, sobre todo para la hembra que, al no tener tal vez otro macho cerca, pueda quedar un tanto insatisfecha.
    —Bueno, pero no se puede pretender la chancha y los cinco reales.
    —¿«Chancha»? ¿«Real»? No sé de dónde sacás esos nombres, pero ni modo. No se me ocurre otra solución. Entonces, pasando en limpio: la hembra entra en celo cada un mes lunar; el macho, siempre dispuesto, intenta fecundarla; luego pierde todo interés tras la eyaculación, y ella queda nuevamente accesible a otros ejemplares machos. Y bueno, que se manejen.
    —Correcto, jefe. Además, las posibilidades de que esta especie evolucione en un intento de relación monogámica, y que la hembra de la pareja termine echándole en cara al macho el no prestarle más atención tras la cópula serían...
    —... nulas, prácticamente, sí.
    —Listo. ¿Cómo dijo que le iba a poner de nombre a esta especie, jefe?
    —Humano.

7 de mayo de 2013

Matrimonio igualitario


El pasado domingo 7 de abril, el diario El Observador publicó en su espacio de opinión un artículo de Lincoln Maiztegui titulado «Ni matrimonio ni igualitario», a propósito de esta tan importante reforma a nuestro Código Civil.
    No es que esté particularmente interesado en la postura de este historiador; lo que sí me preocupa es que la suya es la de una buena cantidad de uruguayos: la postura de, cuando nos conviene, permanecer fieles a la etimología de las palabras. Y digo «cuando nos conviene» porque, cuando no, no dudamos un segundo en señalar cómo cambia el significado de un término con el devenir de los años... pero este no parece ser el caso.
     En lo que tiene que ver específicamente con la palabra matrimonio, digamos que todavía no hay consenso en la determinación de su origen etimológico. Las opiniones mayoritarias convienen en que la raíz de la palabra refiere a ‘madre’. Otros sostienen que significa ‘matriz’, en alusión al útero, opinión que no se contrapone a la anterior, pues en ambos casos podría decirse que se está haciendo referencia a la procreación.
    Pero la asociación matrimonio-madre no está presente solo en la etimología de la palabra matrimonio, sino en la cabeza de mucha gente. Siguen pasando los siglos y todavía —cada vez menos, por suerte— está mal visto el que una pareja tenga hijos sin casarse o que, a la inversa, se case y no tenga familia. Pareciera que, al día de hoy, aún necesitaras del matrimonio como una especie de «permiso» que te da la sociedad para poder tener hijos (creo que se llama libreta no solo por su forma de cuadernito); y al mismo tiempo, una vez que te casaste, se espera de vos el que tengas familia... ¡y sin mucha demora!
     Tal vez por ello, y muy fiel a su etimología —demasiado, diría yo—, es que Maiztegui dice, refiriéndose a la institución matrimonial, lo siguiente: «Uno de sus objetivos (no el único, pero sí el principal) es la perpetuación de la especie». No pude evitar agarrarme la cabeza con las manos cuando leí esto. ¿Sabrá Maiztegui que la gente también se casa por motivos que nada tienen que ver con la procreación? No, evidentemente. ¿Sabrá que incluso un hombre y una mujer que no piensan tener hijos también pueden decidir casarse? Creo que tampoco. ¿Qué pensará de las parejas en que uno de los miembros se sabe infértil y, no obstante ello, optan por matrimoniarse? ¿Creerá Maiztegui que están haciendo un uso equivocado de la figura jurídica matrimonio por el hecho de no querer o no poder procrear?
    Y es que el matrimonio en cuanto instituto de Derecho, dejando de lado aspectos religiosos y moralinas, en nada se relaciona con la «perpetuación de la especie»; sí se establecen en nuestro Código Civil los deberes de los padres para con los eventuales hijos que de la unión puedan devenir, pero ni por asomo, de ninguno de los artículos de nuestro ordenamiento jurídico, puede inferirse que uno de los objetivos del matrimonio —ni siquiera el menos importante— sea el de procrear.
    En su misma línea de pensamiento —reconozcámosle al autor que al menos es coherente—, se leen en su artículo cosas como que «la expresión “matrimonio gay” entraña una flagrante contradicción en los términos». Claro: si casarse implica procrear, llamar matrimonio a la unión entre personas del mismo sexo no tiene sentido, ¿verdad, don Lincoln?
    Pues no, Maiztegui: no es así. La expresión “matrimonio entre personas del mismo sexo” (evitemos lo de gay, que en algunos contextos suena peyorativo) está muy lejos de ser contradictoria, porque matrimonio supone, por sobre todo, el apoyo, el sostén mutuo entre dos personas que han decidido compartir su vida, ese «auxilio recíproco» consagrado por ley. Y a ese derecho tienen siempre dos personas cualesquiera, independientemente de su orientación sexual.
     Bienvenida, pues, la eliminación en nuestro Derecho de toda referencia al sexo de los cónyuges.

10 de abril de 2013

El casco y la bici

De Gasalla a Eladia Blázquez, pasando por el condón


«Y acordate: si vas a salir luego de noche, si vas a hacer alguna “cosita” por ahí, no te olvides de usar preservativo. Porque si no te cuidás vos... ¡no te cuida nadie!». Así cerraba Antonio Gasalla su programa de los viernes por la noche.
     Pero la recomendación del autocuidado no solo aplica a la prevención de las infecciones de trasmisión sexual, aunque el sexo casual pareciera ser la única actividad en la que todos tomamos recaudo —sí, ya sé: kamikazes hay siempre y en todas las artes— sin cuestionamientos: «Obvio. ¡Mirá si me la voy a rifar!», me parece estarte escuchando. Aunque si hablamos de protección en el tránsito, por ejemplo, ya no nos cuidamos de la misma manera.
     En el caso particular de las bicis, ¿por qué nos cuesta tanto ponernos el casco? ¿Por qué le tenemos tanto miedo a morirnos de sida y no a hacerlo de un golpe en la cabeza? ¿Será un tema de moda? Con casco, algunos parecemos verdaderos extraterrestres, sí —¡chocolate por la noticia!—, pero si sos de los que prioriza la estética por sobre la vida, admito no poder argumentar contra esa lógica. ¿Acaso soy más piola, más cool si voy sin casco? ¿Cuidarse el marote es solo cosa de frikis, de tontos que no se animan a transgredir la norma? ¿Otra vez será esa mezcla explosiva de pereza, autoconfianza e ingenuidad («A mí no me va a pasar nada») que ya más de una vez nos ha estallado en la cara? «¿Para qué me voy a poner casco si voy hasta acá nomás?», seguro escuchaste a alguien decir, como si moverse en el tránsito fuera igual que jugar a la mancha, y tu casa, la valle, y uno estuviera exento de siniestros por el solo hecho de encontrarse a menos de equis cuadras de su hogar; estaría bueno, no te lo voy a negar, pero de ahí a que sea cierto...
     Uno de los aspectos que generó más polémica entre los propios miembros del colectivo biciquero, a propósito de la nueva normativa para motos y bicicletas, ha sido la obligatoriedad del casco para los ciclistas. Son muchísimos los usuarios de la bicicleta que están en contra del uso obligatorio del casco. Ya he escuchado a varios colegas decir cosas como «Soy yo quien decide si me cuido la cabeza o no, la ley no me puede obligar a eso». ¿Te acordás de cuando ante nuestros insistentes «por qué» mamá nos terminaba contestando con ese «porque sí» que tanto nos hacía enojar? No era que no quisiera darnos las explicaciones del caso: era que seguramente, a esa edad, no las íbamos a entender. Y el motivo por el que una norma obliga a comportarse de determinada manera muchas veces suena al porquesí de mamá. Pero es que la ley no puede decirnos «Miren, manga de pelotudos: tamos cansados —sí, el Poder Legislativo también habla de “tar” en lugar de “estar”— de atender a varios de ustedes que se creyeron Ironman y terminaron con el balero partido»; entonces corta por lo sano y termina imponiéndonos la conducta preventiva que debió ser la adoptada por nosotros desde un principio. Volviendo al condón, estoy convencido de que si se pudiera fiscalizar, el uso del preservativo también sería obligatorio, pues también el MSP está harto de gastar tiempo —¡y plata!— en salvarle la vida al pelotucida (mezcla de ‘pelotudo’ y ‘suicida’) que no se quiso poner forro.
     Nos pasó lo mismo con el cinturón de seguridad, ¿te acordás?, pero ahora te sentás en el auto y ya aprendiste que lo primerito es abrochártelo. Pues bien, ahora es el turno del casco en las bicis, y también lo vamos a aprender.
     Hay una versión muy conocida de la negra Mercedes Sosa, pero a mí me gusta más la de Marilina Ross; estoy pensando en los versos de doña Eladia Blázquez: Honrar la vida. ¿Acaso no es eso lo que debemos hacer quienes tenemos la suerte de estar vivos? Empezá por cuidarte, entonces, porque si no te cuidás vos...

13 de marzo de 2013

Marido equivocado

Anoche mirábamos con Emilia otro capítulo de CSI Miami —ella prefiere la versión ambientada en Nueva York—. El episodio de ayer tenía una trama de lo más original: un secuestrador, que termina siendo una persona allegada a la familia, rapta a la bebé de una pareja adinerada para luego pedir una suma millonaria a cambio de la pequeña. Algo nunca visto en Hollywood.
    Ironías aparte, en cierto momento, durante la investigación y tratando de averiguar el paradero de la bebé raptada, los CSI encuentran el chupete que al momento del secuestro la pequeña llevaba consigo; al hacerle las pruebas de laboratorio de rigor, confirman que es suyo, y además descubren que el supuesto papá de la niña no es su padre biológico, secreto que la adúltera de su mamá se tenía bien guardado. (Parece que el verdadero padre de la bebé era el fotógrafo de la familia, un pintún con el que la mamá había tenido un desliz en tiempos de inestabilidad en la relación de pareja —ellas siempre tienen una excusa que suena menos condenable que la nuestra—; el flaco, cuando se entera de que tiene una hija, decide secuestrarla para llevársela a vivir con él a otra ciudad... Pero todo esto no viene al caso.)
    Comienza la tanda. Pasan unos segundos, Emilia se vuelve a mí y me dice, levantando la frente y bajando la vista, mirando al infinito, con aire reflexivo:
    —¿Viste, papá, que al final el papá de la bebé no era el verdadero papá?
    Como todo padre orgulloso de su hija, me reconfortó su habilidad para desentramar el argumento de una serie que, por su contenido, no tiene un lenguaje pensado para el público menudo; como corrector, no puedo evitar notar que utilizó ‘papá’ tres veces en la misma frase y con tres referencias diferentes, aunque, pese a ello, el mensaje era claro y efectivo. Pero luego vendría un razonamiento suyo que instantáneamente convertiría ese orgullo en pavor:
    —Eso quiere decir que...
    Al igual que en las películas, siento que el tiempo se detiene, y un millón de ideas se me pasan por la cabeza en un segundo: «¿Cómo...? Si [quiero creer que] no sabe nada de sexo... Si menos maneja aún el concepto de infidelidad... Si todavía piensa que casarse es condición necesaria y suficiente para tener hijos... ¿Cómo...?». Cierro los ojos, y espero con taquicardia el desenlace de su exposición:
    —...que se casó con el señor equivocado.
    Recupero el aliento, y no puedo más que asentir con la cabeza. Y basta de tele después de las diez de la noche.

Casualidades, ¿viste?

El hermano de mi papá se casó con la hermana de mi mamá, por lo que mis primos tienen exactamente mis mismos apellidos, como si fueran hermanos míos. Luego, mis padres, además de marido y mujer, son concuñados (hermanos de cónyuges) entre sí; también son concuñados (cónyuges de hermanos) cada uno de mis padres con sus respectivos hermanos.
    Mi papá tiene un primo llamado Jorge; su señora se llama Gladys, y tienen dos hijos, Marcelo y Gustavo. Mi mamá también tiene un primo llamado Jorge; su señora también se llama Gladys, y tienen tres hijos, dos de los cuales se llaman Marcelo y Gustavo.
    Como Paul Gauguin, Dean Martin, Tom Jones, Liam Neeson, Juan Luis Guerra, Prince, Cafú y Anna Kúrnikova, nací un 7 de junio, día de San Roberto, abad de Newminster; dice papá (fue él quien eligió mi nombre) que no sabía lo del Santo... y le creo.
    Nací el día en que mi hermana cumplía 3 años. (Sí, leíste bien: mi hermana y yo cumplimos años el mismo día, pero nos llevamos tres de diferencia.) Tres décadas más tarde, también un 7 de junio, nacería mi tercer sobrino.
    Me casé un 6 de setiembre, el día del cumpleaños de ella. Once años más tarde, y también un 6 de setiembre, nació mi cuarto sobrino. (Hablando de sobrinos, el quinto y el primero cumplen años el mismo día, el 17 de diciembre.)
    Cada año, los cuatro integrantes de la familia (Luciano, Emilia, Evangelina y yo) festejamos nuestro cumpleaños el mismo día de la semana: este 2013 será un viernes.
    Entre el 7 de junio y el 23 de agosto (cumple de Emi) hay 77 días, la misma cantidad de días que hay del 6 de setiembre (cumple de Eva) al 22 de noviembre (cumple de Lu).
    En la escuela tuve el honor de llevar la bandera de Artigas, y en el liceo también.
    Calzo 43-44, lo que me ayuda siempre a calcular la edad de mis padres: papá y mamá nacieron en 1943 y 1944, respectivamente.
    ¿No serán muchas casualidades?

7 de enero de 2013

Sobre este blog

«Acá ando, cultivando el vello facial...» (*)
 Juan Sader, Viva la tarde, 30.10.2012

La más popular de las herramientas
multifunción
Siempre dije que esas herramientas que se jactan de servir para varias cosas, en realidad, no funcionan bien para ninguna de ellas. Recuerdo la promoción por tele de un líquido que tanto servía para lavarte la cabeza como para freír churrascos; sí, una mezcla curiosa de shampoo y aceite de cocina, y que además resultaba imbatible en el lustrado de los muebles y el pulido de la platería.
     De esos productos que hacen «de todo un poco», otro ejemplo es la clásica pinza en cuyos manguitos se esconden dos navajas, un serruchito, un tijerín, un punzón, destornilladores varios, un sacacorcho, una lima, un destapador y hasta una lupa. Y como no podía ser de otra manera, conforme la máxima anterior, la tijera no corta ni el aire, las navajas solo hacen cosquillas, el punzón ni siquiera pincha, el sacacorcho es más bien un muelecorcho, el destapador se dobla al intentar sacar la tapita de una botella que bien pudo abrirse con la mano...
     Es que no siempre es fácil conjugar cantidad y calidad. Y en este blog titulado De todo, un poco, paradójicamente y para no caer en el error de ser tan pretenciosos como la pincita, ni vamos a hablar de todo ni tampoco tan poco. La propuesta será la de disparar reflexiones e intercambiar opiniones sobre todos los temas que puedan interesarnos y sobre los que siempre vale la pena confrontar posiciones.
     ¿Te animás? ¡Claro que sí!

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     (*)  Linda, la frase, especial como excusa para esa barba de tres días que tanta fiaca te viene dando afeitar.

6 de enero de 2013

Otra vez

Hoy me acordé de vos... otra vez. Me acordé de cuando te conocí. Yo estrenaba liceo, creo que vos también. Pero en clase te tocaba mirar para el otro lado.
     Al finalizar esa jornada en la que nos vimos por primera vez, regresamos a la ciudad en el mismo ómnibus, y recuerdo haber hecho algo muy pero muy tonto: yo subí primero, vos subiste después y te ubicaste más atrás. Cruzamos miradas tan fugaces que yo pretendí no haberte visto. Al pasar junto a mi asiento para bajarte, me largaste un «Chau»; pero yo te dije «¡Hola!», como percatándome recién de tu presencia.
     Hoy me acordé de vos, de tu vestido azul y tu cinturón negro, de tu pelito largo y tus ojos claros enormes.
     Y hablando de primeros amores, me acordé de vos... porque fuiste mi gran metejón. Esos de la edad de la bobera, platónicos, más irreales que otra cosa. Los del tan mentado mariposeo en la barriga, del suelo que parece más blando, de la época en que todas las canciones de la radio son lindas, y todas hablan de lo que a uno le pasa.
     Hoy me acordé de vos... porque tengo muchas ganas de sentirme así de nuevo.

África

Es lunes, por lo que a primera hora tenemos doblete de Geografía. Todavía faltan un par de minutos para entrar. ¿Por qué tengo la sensación de que me estoy olvidando de algo? No será nada importante, seguramente.
     Suena el timbre y entramos al salón. El profe, con su famoso maletín y varios mapas enrollados bajo el brazo, abre la puerta, y de a uno vamos pasando, mochilas al hombro, arrastrando los pies y con cara de lunes. Y otra vez esa sensación de que algo se me está escapando, lo que me empieza a preocupar.
     Al pasar por la puerta, dos compañeras comentan detrás de mí:
     —… pero me quedó más o menos. Hice lo que pude.
     —Es que eran demasiados países. ¿Cómo hiciste para poner su nombre y el de su capital en tan poquito espacio?
     —¡Pah! Me dio un laburo…
     No puedo escuchar más nada. Me corre un sudor frío por la espalda, y al resto del diálogo entre ellas lo percibo como en las películas, ininteligible, distorsionado. Aquella sensación de que algo se me estaba pasando por alto se vuelve, en solo un instante, la más palpable realidad: ¡no hice el mapa de África!
     Celio ya había amenazado la clase anterior:
     —No quiero excusas. Tienen todo el fin de semana para hacerlo. ¡Y guarda del que no lo traiga!
     Todos se sientan en sus respectivos bancos. Nadie parece sentir el pánico que a mí me tiene paralizado en ese momento. En solo segundos —el tiempo que me lleva subir los tres escalones hasta mi silla— logro convencerme de que muy pocos compañeros lo habrán podido hacer: «En los últimos tres años —pienso para mí, recordando lo que en su momento el propio profesor había dicho— se independizaron en ese continente un montón de países, por lo que lo más probable es que a los compañeros no les haya sido fácil conseguir un mapa de África que estuviera actualizado…». Sí, ya sé: mal de muchos, consuelo de tontos. Pero en un momento así, uno busca cualquier cosa que lo haga sentirse mejor.
     Pero como si todos se hubieran confabulado en mi contra, enseguida cada uno saca su mapa de la mochila. Hasta el más haragán de la clase tiene el suyo; se nota que lo hizo a los ponchazos —«Mmmh… ¿Cuánto rato hace que recién lo hiciste?», le habría dicho el profe— porque no se tomó el trabajo ni de darle algo de color… ¡pero él tiene su mapa y yo no!
     El profe se inclina sobre el escritorio de brazos cruzados y rodillas separadas. Con la cabeza para abajo, levanta la vista y nos mira uno por uno. Ese bigote mete miedo; apenas deja ver su boca, lo que hace parecer que fuera el propio mostacho el que habla.
     Surtido el efecto intimidatorio, se relaja un poco más en su silla y, con una mano en el bolsillo, haciendo sonar un sinfín de llaves atadas al cinturón, abre la lista sobre los fríos azulejos.
     —Vamos a ver… quién será el afortunado o la afortunada…
     De seguro hará su famoso ritual: de ojos cerrados y cabeza para atrás, dejará caer la tapa de la lapicera sobre la carpeta blanca, no sin antes mirar la mesa de reojo, a propósito, no para que el capuchón aterrice sobre el nombre de alguien en particular, sino para provocar el reclamo multitudinario:
     —¡Noooo! —gritan desde el fondo.
     —¡Miró… miró…! —acusa otro con el dedo.
     —Así no vale, profe —le señalan más calmados los aplicados de la primera fila, pero que no quieren ser cómplices de las irregularidades en el proceso de selección de la víctima.
     El profesor vuelve a apartar la mirada del escritorio, aprieta fuerte los ojos y deja caer el capuchón: la suerte está echada.
     —¡González! —sentencia—. Pase al frente.
     El profe cuelga un mapa, que claramente no es el de África, a un costado del pizarrón.
     —Recuérdele a los compañeros los nombres de los ríos de Europa, comenzando por los que desembocan al norte, señalándolos y nombrándolos de oeste a este.
     Nadie entiende nada.
     —Pero, profe… ¿y el mapa? —se anima alguien a preguntar.
     —¿Qué mapa? —pregunta Celio.
     —El de África, el que había que traer para hoy.
     —¡Ah, sí! No, con África vamos a empezar la clase que viene. Hoy vamos a hacer un repaso… —Y dejo de prestar atención a lo que sigue. El alma me vuelve al cuerpo, y recupero aliento y sensación en las extremidades. Estoy tan contento y aliviado que solo puedo gritar:
     —¡Zafé!
     Sin darme cuenta, lo digo en voz alta, tan clarito que lo escucha la clase entera. Todos voltean a mirarme, y se produce un silencio de interminables tres segundos que termina en la risa de todos, la de Celio incluida.