7 de enero de 2013

Sobre este blog

«Acá ando, cultivando el vello facial...» (*)
 Juan Sader, Viva la tarde, 30.10.2012

La más popular de las herramientas
multifunción
Siempre dije que esas herramientas que se jactan de servir para varias cosas, en realidad, no funcionan bien para ninguna de ellas. Recuerdo la promoción por tele de un líquido que tanto servía para lavarte la cabeza como para freír churrascos; sí, una mezcla curiosa de shampoo y aceite de cocina, y que además resultaba imbatible en el lustrado de los muebles y el pulido de la platería.
     De esos productos que hacen «de todo un poco», otro ejemplo es la clásica pinza en cuyos manguitos se esconden dos navajas, un serruchito, un tijerín, un punzón, destornilladores varios, un sacacorcho, una lima, un destapador y hasta una lupa. Y como no podía ser de otra manera, conforme la máxima anterior, la tijera no corta ni el aire, las navajas solo hacen cosquillas, el punzón ni siquiera pincha, el sacacorcho es más bien un muelecorcho, el destapador se dobla al intentar sacar la tapita de una botella que bien pudo abrirse con la mano...
     Es que no siempre es fácil conjugar cantidad y calidad. Y en este blog titulado De todo, un poco, paradójicamente y para no caer en el error de ser tan pretenciosos como la pincita, ni vamos a hablar de todo ni tampoco tan poco. La propuesta será la de disparar reflexiones e intercambiar opiniones sobre todos los temas que puedan interesarnos y sobre los que siempre vale la pena confrontar posiciones.
     ¿Te animás? ¡Claro que sí!

____________

     (*)  Linda, la frase, especial como excusa para esa barba de tres días que tanta fiaca te viene dando afeitar.

6 de enero de 2013

Otra vez

Hoy me acordé de vos... otra vez. Me acordé de cuando te conocí. Yo estrenaba liceo, creo que vos también. Pero en clase te tocaba mirar para el otro lado.
     Al finalizar esa jornada en la que nos vimos por primera vez, regresamos a la ciudad en el mismo ómnibus, y recuerdo haber hecho algo muy pero muy tonto: yo subí primero, vos subiste después y te ubicaste más atrás. Cruzamos miradas tan fugaces que yo pretendí no haberte visto. Al pasar junto a mi asiento para bajarte, me largaste un «Chau»; pero yo te dije «¡Hola!», como percatándome recién de tu presencia.
     Hoy me acordé de vos, de tu vestido azul y tu cinturón negro, de tu pelito largo y tus ojos claros enormes.
     Y hablando de primeros amores, me acordé de vos... porque fuiste mi gran metejón. Esos de la edad de la bobera, platónicos, más irreales que otra cosa. Los del tan mentado mariposeo en la barriga, del suelo que parece más blando, de la época en que todas las canciones de la radio son lindas, y todas hablan de lo que a uno le pasa.
     Hoy me acordé de vos... porque tengo muchas ganas de sentirme así de nuevo.

África

Es lunes, por lo que a primera hora tenemos doblete de Geografía. Todavía faltan un par de minutos para entrar. ¿Por qué tengo la sensación de que me estoy olvidando de algo? No será nada importante, seguramente.
     Suena el timbre y entramos al salón. El profe, con su famoso maletín y varios mapas enrollados bajo el brazo, abre la puerta, y de a uno vamos pasando, mochilas al hombro, arrastrando los pies y con cara de lunes. Y otra vez esa sensación de que algo se me está escapando, lo que me empieza a preocupar.
     Al pasar por la puerta, dos compañeras comentan detrás de mí:
     —… pero me quedó más o menos. Hice lo que pude.
     —Es que eran demasiados países. ¿Cómo hiciste para poner su nombre y el de su capital en tan poquito espacio?
     —¡Pah! Me dio un laburo…
     No puedo escuchar más nada. Me corre un sudor frío por la espalda, y al resto del diálogo entre ellas lo percibo como en las películas, ininteligible, distorsionado. Aquella sensación de que algo se me estaba pasando por alto se vuelve, en solo un instante, la más palpable realidad: ¡no hice el mapa de África!
     Celio ya había amenazado la clase anterior:
     —No quiero excusas. Tienen todo el fin de semana para hacerlo. ¡Y guarda del que no lo traiga!
     Todos se sientan en sus respectivos bancos. Nadie parece sentir el pánico que a mí me tiene paralizado en ese momento. En solo segundos —el tiempo que me lleva subir los tres escalones hasta mi silla— logro convencerme de que muy pocos compañeros lo habrán podido hacer: «En los últimos tres años —pienso para mí, recordando lo que en su momento el propio profesor había dicho— se independizaron en ese continente un montón de países, por lo que lo más probable es que a los compañeros no les haya sido fácil conseguir un mapa de África que estuviera actualizado…». Sí, ya sé: mal de muchos, consuelo de tontos. Pero en un momento así, uno busca cualquier cosa que lo haga sentirse mejor.
     Pero como si todos se hubieran confabulado en mi contra, enseguida cada uno saca su mapa de la mochila. Hasta el más haragán de la clase tiene el suyo; se nota que lo hizo a los ponchazos —«Mmmh… ¿Cuánto rato hace que recién lo hiciste?», le habría dicho el profe— porque no se tomó el trabajo ni de darle algo de color… ¡pero él tiene su mapa y yo no!
     El profe se inclina sobre el escritorio de brazos cruzados y rodillas separadas. Con la cabeza para abajo, levanta la vista y nos mira uno por uno. Ese bigote mete miedo; apenas deja ver su boca, lo que hace parecer que fuera el propio mostacho el que habla.
     Surtido el efecto intimidatorio, se relaja un poco más en su silla y, con una mano en el bolsillo, haciendo sonar un sinfín de llaves atadas al cinturón, abre la lista sobre los fríos azulejos.
     —Vamos a ver… quién será el afortunado o la afortunada…
     De seguro hará su famoso ritual: de ojos cerrados y cabeza para atrás, dejará caer la tapa de la lapicera sobre la carpeta blanca, no sin antes mirar la mesa de reojo, a propósito, no para que el capuchón aterrice sobre el nombre de alguien en particular, sino para provocar el reclamo multitudinario:
     —¡Noooo! —gritan desde el fondo.
     —¡Miró… miró…! —acusa otro con el dedo.
     —Así no vale, profe —le señalan más calmados los aplicados de la primera fila, pero que no quieren ser cómplices de las irregularidades en el proceso de selección de la víctima.
     El profesor vuelve a apartar la mirada del escritorio, aprieta fuerte los ojos y deja caer el capuchón: la suerte está echada.
     —¡González! —sentencia—. Pase al frente.
     El profe cuelga un mapa, que claramente no es el de África, a un costado del pizarrón.
     —Recuérdele a los compañeros los nombres de los ríos de Europa, comenzando por los que desembocan al norte, señalándolos y nombrándolos de oeste a este.
     Nadie entiende nada.
     —Pero, profe… ¿y el mapa? —se anima alguien a preguntar.
     —¿Qué mapa? —pregunta Celio.
     —El de África, el que había que traer para hoy.
     —¡Ah, sí! No, con África vamos a empezar la clase que viene. Hoy vamos a hacer un repaso… —Y dejo de prestar atención a lo que sigue. El alma me vuelve al cuerpo, y recupero aliento y sensación en las extremidades. Estoy tan contento y aliviado que solo puedo gritar:
     —¡Zafé!
     Sin darme cuenta, lo digo en voz alta, tan clarito que lo escucha la clase entera. Todos voltean a mirarme, y se produce un silencio de interminables tres segundos que termina en la risa de todos, la de Celio incluida.