18 de mayo de 2013

Periodistas bárbaros

Volviendo a Gasalla, ¿se acuerdan cómo terminaba su sketch ‘Bárbara, don't worry’? En un intento por querer dejar enganchada a su audiencia, Bárbara, ese estereotipo de rubia hueca a la que el jovato productor de TV que tenía de amante le había conseguido un programita de cable, se despedía así: «En nuestro próximo programa, “La sartén de teflón y la Iglesia Católica”».
    Demás está decir que, a la semana siguiente, el tema nada tenía que ver ni con el teflón ni con la Iglesia; mucho menos, los relacionaba. Pero a su término, volvía a finalizar su reportaje de poca monta con la promesa de tratar la semana entrante otro tema candente: «El hongo causante de la caspa... y la Iglesia Católica».
     La recurrente mención de la institución eclesiástica en la prometida temática de sus programas no era casual. Obviamente, el personaje del cómico argentino era una burla a todos esos periodistas que, a falta de material del que valga la pena hablar, pretenden convertir lo trivial en espectacular, un tema de café en debate académico. Y qué mejor que hacerlo a través de esos tópicos tan polémicos como la iglesia o la política.
     ¿A qué viene esto? Hoy escuché en ‘Las cosas en su sitio’ un informe de Juan Miguel Carzolio titulado «La masonería y la justicia», a propósito de la presencia de masones en la Suprema Corte y de cómo su condición podría influenciar en la toma de decisiones en los magistrados. Este supuesto informe pretendía, a través de un título por demás atrayente, mostrar el influjo de los masones en el medio, y de cómo el pertenecer a la Hermandad podía tener sus privilegios. Pero al final, como no podía ser de otra forma, el «informe» no fue sino un cúmulo de suposiciones, de obviedades, de suspicacias... sobre un tema del que mucho se habla y poco se sabe. Una gran bola de humo, bah.
     Y me acordé del personaje de Gasalla: la Iglesia Católica es a Bárbara lo que masonería —y tantos otros temas controvertidos— es a muchos periodistas.
     ¡Basta de periodistas «bárbaros»!

8 de mayo de 2013

Media vuelta y a dormir...

¡Advertencia! Mujer: cualquier coincidencia entre esta imagen
y lo que alguna vez pudo haberte pasado, pura casualidad.

... o «De por qué, después del orgasmo masculino, al hombre le interesa mucho más su almohada que la mujer que tiene al lado, que no es por egoísmo ni desamor, sino pura biología»; este título me pareció demasiado largo y tal vez un poco hiriente de la susceptibilidad femenina, aunque reivindicativo de mi género: lo descarté.
    Pero la verdad ha sido revelada, y a continuación les ofrezco un pasaje del diálogo entre el Creador y su ayudante, mientras trataban de definir el reloj reproductivo de una nueva especie.
    —... o sea que cada veintiocho días, más o menos, los ejemplares deben entrar en celo.
    —Si, Barba, pero para que se apareen, deben estar en celo ambos. ¿Cómo vamos a lograr tal sincronía?
    —Hagamos que solo uno de los dos tenga su celo cada cuatro semanas, mientras que el otro estará siempre dispuesto a la cópula, como ya hicimos con otras especies. Que este último sea el macho, nuevamente.
    —Bien. Supongamos que la hembra entra en celo. El macho, siempre listo, la fecunda. Durante los días en que la hembra ande con la libido a tope, tendrá sucesivas cópulas con el macho que primero la aborde, siempre el mismo ejemplar masculino...
    —Sí. ¿Qué tiene de malo?
    —Nada, jefe. Solo estaba pensando en el caso en que, por algún motivo particular, el macho fuera estéril, ya sea temporal o permanentemente. La fecundación no se produciría y perderían una chance de reproducirse, lo que nos obligaría a acortar el período de celo, o bien aumentar la cantidad de crías por camada.
    —Vos siempre buscándole el pelo al huevo, m’hijo. Pero supongo que tenés razón. ¿Se te ocurre algo?
    —Sí: que la hembra se aparee con más de un macho en un mismo celo. El tema es que el primer macho que la agarre no va a querer soltarla. Estuve pensando en que la hembra podría comerse al macho en el mismísimo acto sexual, pero esta práctica deberíamos reservarla para algún invertebrado bien pequeño, por lo violento, digo, como esa tal mantis religiosa que inventaste el otro día.
    —Coincido. Además, estos seres que estamos creando tienen huesos muy grandes: pretender que la hembra se devore al macho tras el apareamiento no sería viable. Además, eso supondría que nazcan más hembras que machos, y ya habíamos quedado en que machos y hembras de esta nueva especie iban a nacer más o menos en igual número. No me hagas revisar todo aquello de nuevo, por favor...
    —No, ni hablar, jefe. ¿Y si lográramos que de alguna manera el macho, tras la expulsión de su esperma, pierda automáticamente el interés por seguir copulando, al menos transitoriamente...?
    —Seguí.
    —... El macho que acaba de fecundarla se retiraría, dándole a la hembra la posibilidad de volver a aparearse con otro macho.
    —Mmmmh... Sí, me gusta, pero suena un poco triste, sobre todo para la hembra que, al no tener tal vez otro macho cerca, pueda quedar un tanto insatisfecha.
    —Bueno, pero no se puede pretender la chancha y los cinco reales.
    —¿«Chancha»? ¿«Real»? No sé de dónde sacás esos nombres, pero ni modo. No se me ocurre otra solución. Entonces, pasando en limpio: la hembra entra en celo cada un mes lunar; el macho, siempre dispuesto, intenta fecundarla; luego pierde todo interés tras la eyaculación, y ella queda nuevamente accesible a otros ejemplares machos. Y bueno, que se manejen.
    —Correcto, jefe. Además, las posibilidades de que esta especie evolucione en un intento de relación monogámica, y que la hembra de la pareja termine echándole en cara al macho el no prestarle más atención tras la cópula serían...
    —... nulas, prácticamente, sí.
    —Listo. ¿Cómo dijo que le iba a poner de nombre a esta especie, jefe?
    —Humano.

7 de mayo de 2013

Matrimonio igualitario


El pasado domingo 7 de abril, el diario El Observador publicó en su espacio de opinión un artículo de Lincoln Maiztegui titulado «Ni matrimonio ni igualitario», a propósito de esta tan importante reforma a nuestro Código Civil.
    No es que esté particularmente interesado en la postura de este historiador; lo que sí me preocupa es que la suya es la de una buena cantidad de uruguayos: la postura de, cuando nos conviene, permanecer fieles a la etimología de las palabras. Y digo «cuando nos conviene» porque, cuando no, no dudamos un segundo en señalar cómo cambia el significado de un término con el devenir de los años... pero este no parece ser el caso.
     En lo que tiene que ver específicamente con la palabra matrimonio, digamos que todavía no hay consenso en la determinación de su origen etimológico. Las opiniones mayoritarias convienen en que la raíz de la palabra refiere a ‘madre’. Otros sostienen que significa ‘matriz’, en alusión al útero, opinión que no se contrapone a la anterior, pues en ambos casos podría decirse que se está haciendo referencia a la procreación.
    Pero la asociación matrimonio-madre no está presente solo en la etimología de la palabra matrimonio, sino en la cabeza de mucha gente. Siguen pasando los siglos y todavía —cada vez menos, por suerte— está mal visto el que una pareja tenga hijos sin casarse o que, a la inversa, se case y no tenga familia. Pareciera que, al día de hoy, aún necesitaras del matrimonio como una especie de «permiso» que te da la sociedad para poder tener hijos (creo que se llama libreta no solo por su forma de cuadernito); y al mismo tiempo, una vez que te casaste, se espera de vos el que tengas familia... ¡y sin mucha demora!
     Tal vez por ello, y muy fiel a su etimología —demasiado, diría yo—, es que Maiztegui dice, refiriéndose a la institución matrimonial, lo siguiente: «Uno de sus objetivos (no el único, pero sí el principal) es la perpetuación de la especie». No pude evitar agarrarme la cabeza con las manos cuando leí esto. ¿Sabrá Maiztegui que la gente también se casa por motivos que nada tienen que ver con la procreación? No, evidentemente. ¿Sabrá que incluso un hombre y una mujer que no piensan tener hijos también pueden decidir casarse? Creo que tampoco. ¿Qué pensará de las parejas en que uno de los miembros se sabe infértil y, no obstante ello, optan por matrimoniarse? ¿Creerá Maiztegui que están haciendo un uso equivocado de la figura jurídica matrimonio por el hecho de no querer o no poder procrear?
    Y es que el matrimonio en cuanto instituto de Derecho, dejando de lado aspectos religiosos y moralinas, en nada se relaciona con la «perpetuación de la especie»; sí se establecen en nuestro Código Civil los deberes de los padres para con los eventuales hijos que de la unión puedan devenir, pero ni por asomo, de ninguno de los artículos de nuestro ordenamiento jurídico, puede inferirse que uno de los objetivos del matrimonio —ni siquiera el menos importante— sea el de procrear.
    En su misma línea de pensamiento —reconozcámosle al autor que al menos es coherente—, se leen en su artículo cosas como que «la expresión “matrimonio gay” entraña una flagrante contradicción en los términos». Claro: si casarse implica procrear, llamar matrimonio a la unión entre personas del mismo sexo no tiene sentido, ¿verdad, don Lincoln?
    Pues no, Maiztegui: no es así. La expresión “matrimonio entre personas del mismo sexo” (evitemos lo de gay, que en algunos contextos suena peyorativo) está muy lejos de ser contradictoria, porque matrimonio supone, por sobre todo, el apoyo, el sostén mutuo entre dos personas que han decidido compartir su vida, ese «auxilio recíproco» consagrado por ley. Y a ese derecho tienen siempre dos personas cualesquiera, independientemente de su orientación sexual.
     Bienvenida, pues, la eliminación en nuestro Derecho de toda referencia al sexo de los cónyuges.