El pasado domingo 7 de abril, el diario El Observador publicó en su espacio de opinión un artículo de Lincoln Maiztegui titulado «Ni matrimonio ni igualitario», a propósito de esta tan importante reforma a nuestro Código Civil.
No es que esté particularmente interesado en la postura
de este historiador; lo que sí me preocupa es que la suya es la de una
buena cantidad de uruguayos: la postura de, cuando nos conviene,
permanecer fieles a la etimología de las palabras. Y digo «cuando nos
conviene» porque, cuando no, no dudamos un segundo en señalar cómo
cambia el significado de un término con el devenir de los años... pero este no
parece ser el caso.
En lo que tiene que ver específicamente con la palabra matrimonio, digamos que todavía no hay consenso en la determinación de su origen etimológico. Las opiniones mayoritarias convienen en que la raíz de la palabra refiere a ‘madre’. Otros sostienen que significa ‘matriz’, en alusión al útero, opinión que no se contrapone a la anterior, pues en ambos casos podría decirse que se está haciendo referencia a la procreación.
En lo que tiene que ver específicamente con la palabra matrimonio, digamos que todavía no hay consenso en la determinación de su origen etimológico. Las opiniones mayoritarias convienen en que la raíz de la palabra refiere a ‘madre’. Otros sostienen que significa ‘matriz’, en alusión al útero, opinión que no se contrapone a la anterior, pues en ambos casos podría decirse que se está haciendo referencia a la procreación.
Pero la asociación matrimonio-madre no está presente solo en la etimología de la palabra matrimonio,
sino en la cabeza de mucha gente. Siguen pasando los siglos y todavía
—cada vez menos, por suerte— está mal visto el que una pareja tenga
hijos sin casarse o que, a la inversa, se case y no tenga familia.
Pareciera que, al día de hoy, aún necesitaras del matrimonio como una
especie de «permiso» que te da la sociedad para poder tener hijos (creo
que se llama libreta no solo por su forma de cuadernito); y al
mismo tiempo, una vez que te casaste, se espera de vos el que tengas
familia... ¡y sin mucha demora!
Tal vez por ello, y muy fiel a su
etimología —demasiado, diría yo—, es que Maiztegui dice, refiriéndose a la institución
matrimonial, lo siguiente: «Uno de sus objetivos (no el único, pero sí
el principal) es la perpetuación de la especie». No pude evitar
agarrarme la cabeza con las manos cuando leí esto. ¿Sabrá Maiztegui que
la gente también se casa por motivos que nada tienen que ver con la
procreación? No, evidentemente. ¿Sabrá que incluso un hombre y una mujer
que no piensan tener hijos también pueden decidir casarse? Creo que
tampoco. ¿Qué pensará de las parejas en que uno de los miembros se sabe
infértil y, no obstante ello, optan por matrimoniarse? ¿Creerá Maiztegui
que están haciendo un uso equivocado de la figura jurídica matrimonio
por el hecho de no querer o no poder procrear?
Y es que el matrimonio en cuanto instituto de Derecho,
dejando de lado aspectos religiosos y moralinas, en nada se relaciona
con la «perpetuación de la especie»; sí se establecen en nuestro Código
Civil los deberes de los padres para con los eventuales hijos que de la
unión puedan devenir, pero ni por asomo, de ninguno de los artículos de
nuestro ordenamiento jurídico, puede inferirse que uno de los objetivos del matrimonio
—ni siquiera el menos importante— sea el de procrear.
En su misma línea de pensamiento —reconozcámosle al autor
que al menos es coherente—, se leen en su artículo cosas como que «la
expresión “matrimonio gay” entraña una flagrante contradicción en los
términos». Claro: si casarse implica procrear, llamar matrimonio a la unión entre personas del mismo sexo no tiene sentido, ¿verdad, don Lincoln?
Pues no, Maiztegui: no es así. La expresión “matrimonio entre personas del mismo sexo” (evitemos lo de gay,
que en algunos contextos suena peyorativo) está muy lejos de ser
contradictoria, porque matrimonio supone, por sobre todo, el apoyo, el
sostén mutuo entre dos personas que han decidido compartir su vida, ese
«auxilio recíproco» consagrado por ley. Y a ese derecho tienen siempre
dos personas cualesquiera, independientemente de su orientación sexual.
Bienvenida, pues, la eliminación en nuestro Derecho de toda referencia al sexo de los cónyuges.
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