8 de mayo de 2013

Media vuelta y a dormir...

¡Advertencia! Mujer: cualquier coincidencia entre esta imagen
y lo que alguna vez pudo haberte pasado, pura casualidad.

... o «De por qué, después del orgasmo masculino, al hombre le interesa mucho más su almohada que la mujer que tiene al lado, que no es por egoísmo ni desamor, sino pura biología»; este título me pareció demasiado largo y tal vez un poco hiriente de la susceptibilidad femenina, aunque reivindicativo de mi género: lo descarté.
    Pero la verdad ha sido revelada, y a continuación les ofrezco un pasaje del diálogo entre el Creador y su ayudante, mientras trataban de definir el reloj reproductivo de una nueva especie.
    —... o sea que cada veintiocho días, más o menos, los ejemplares deben entrar en celo.
    —Si, Barba, pero para que se apareen, deben estar en celo ambos. ¿Cómo vamos a lograr tal sincronía?
    —Hagamos que solo uno de los dos tenga su celo cada cuatro semanas, mientras que el otro estará siempre dispuesto a la cópula, como ya hicimos con otras especies. Que este último sea el macho, nuevamente.
    —Bien. Supongamos que la hembra entra en celo. El macho, siempre listo, la fecunda. Durante los días en que la hembra ande con la libido a tope, tendrá sucesivas cópulas con el macho que primero la aborde, siempre el mismo ejemplar masculino...
    —Sí. ¿Qué tiene de malo?
    —Nada, jefe. Solo estaba pensando en el caso en que, por algún motivo particular, el macho fuera estéril, ya sea temporal o permanentemente. La fecundación no se produciría y perderían una chance de reproducirse, lo que nos obligaría a acortar el período de celo, o bien aumentar la cantidad de crías por camada.
    —Vos siempre buscándole el pelo al huevo, m’hijo. Pero supongo que tenés razón. ¿Se te ocurre algo?
    —Sí: que la hembra se aparee con más de un macho en un mismo celo. El tema es que el primer macho que la agarre no va a querer soltarla. Estuve pensando en que la hembra podría comerse al macho en el mismísimo acto sexual, pero esta práctica deberíamos reservarla para algún invertebrado bien pequeño, por lo violento, digo, como esa tal mantis religiosa que inventaste el otro día.
    —Coincido. Además, estos seres que estamos creando tienen huesos muy grandes: pretender que la hembra se devore al macho tras el apareamiento no sería viable. Además, eso supondría que nazcan más hembras que machos, y ya habíamos quedado en que machos y hembras de esta nueva especie iban a nacer más o menos en igual número. No me hagas revisar todo aquello de nuevo, por favor...
    —No, ni hablar, jefe. ¿Y si lográramos que de alguna manera el macho, tras la expulsión de su esperma, pierda automáticamente el interés por seguir copulando, al menos transitoriamente...?
    —Seguí.
    —... El macho que acaba de fecundarla se retiraría, dándole a la hembra la posibilidad de volver a aparearse con otro macho.
    —Mmmmh... Sí, me gusta, pero suena un poco triste, sobre todo para la hembra que, al no tener tal vez otro macho cerca, pueda quedar un tanto insatisfecha.
    —Bueno, pero no se puede pretender la chancha y los cinco reales.
    —¿«Chancha»? ¿«Real»? No sé de dónde sacás esos nombres, pero ni modo. No se me ocurre otra solución. Entonces, pasando en limpio: la hembra entra en celo cada un mes lunar; el macho, siempre dispuesto, intenta fecundarla; luego pierde todo interés tras la eyaculación, y ella queda nuevamente accesible a otros ejemplares machos. Y bueno, que se manejen.
    —Correcto, jefe. Además, las posibilidades de que esta especie evolucione en un intento de relación monogámica, y que la hembra de la pareja termine echándole en cara al macho el no prestarle más atención tras la cópula serían...
    —... nulas, prácticamente, sí.
    —Listo. ¿Cómo dijo que le iba a poner de nombre a esta especie, jefe?
    —Humano.

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